Anoche oí ruido de
clamores que se acercaban colina arriba. Me alertaron e intenté echar un
vistazo, pero desde donde estaba sólo veía como la luz de las estrellas parecía
esconderse tímida, acongojada por el fulgor de unas antorchas y por quienes se
nos echaban encima.
Por el ruido de sus gritos, serían unos cuarenta
campesinos. Rodearon nuestra casa mientras alzaban palabras de su justicia y
vapuleaban orcas, azadas y demás herramientas del campo.
“¿Quién fue el que les dijo que estaba allí?”
me preguntaba, “habría sido la matrona, o tal vez el mozo de cuadras al que mi
madre le encargaba comprar cosas para mí...”
Madre les salió al paso, les intentó
tranquilizar, siempre fue buena oradora y como estaba sola y era tan bella...
daba tanta pena que hasta un dios se habría apiadado de ella. Solo que allí no
había ni rastro ni criatura de ningún dios, y el alcohol que algunos se habían
tomado los hacía aún más osados.
Pareció que mi madre les hacía entrar en razón hasta que alguien, desde atrás (como siempre), gritó: “¡¡Adúltera!!” y un coro de voces secundaron cual borregos a la primera y amenazaron con incendiar la casa si mi madre no decía donde me escondía.
Lo primero que escuché antes del crepitar de
las llamas en el techo de paja fue a mi madre repetir constantemente que dentro
de la casa no había nadie y que se fueran de allí. Luego hubo un grito ahogado
y desesperado y luego calor; sólo calor.
Los más cobardes sujetaron a mi madre cuando
ésta quiso entrar, más tarde supe que le susurraron al oído: “Por qué tienes
tanta prisa en entrar, si decías que ese apestoso engendro que trajiste a este
mundo no estaba en la casa”. La obligaron a ver aquel espectáculo cruel de
llamas subidas unas a otras, como aupándose, intentando llegar al cielo. Me
hicieron de escalera, supongo.
Si hubiera tenido unos años más y hubiese
podido salir de la cuna, me hubiera enfrentado a esos borregos de necias vidas.
Les hubiera enseñado sus propias cicatrices y les hubiera espantado con las
verdades que no contaban en sus iglesias y conventos.
No pude... y mi cuna ardió conmigo dentro.
Pero conseguí algo antes de irme, en un momento en el que el fuego parecía
rendir un segundo de luto y las estrellas y los ciegos campesinos parecían
aliarse para quedarse en silencio, mi llanto se alzó sobre la colina, mi último
aliento lo escucharon hasta las antorchas. Vibró su fuego, vibraron sus
corazones, murió mi sonido y se ahogó en lágrimas mudas mi madre.
Si madre me hubiera preguntado el porqué lloraba, y yo hubiese sabido que decir, le habría respondido: “No lloro por morir y quedarme solo, sino por alejarme de ti. Porque prefiero estar solo a estar sin ti.”
Si madre me hubiera preguntado el porqué lloraba, y yo hubiese sabido que decir, le habría respondido: “No lloro por morir y quedarme solo, sino por alejarme de ti. Porque prefiero estar solo a estar sin ti.”
Qué triste, pensaba todo el rato que se salvaría. Qué injustos han sido los tiempos (y lo son).
ResponderEliminarEs grande el vínculo de una madre y un hijo. Inmenso.
Lo que no sé, es porque querían matar a aquel bebe. Imagino que en esas época, cualquier cosa era pecado. Incluso la inocencia.
Un beso
Cualquier cosa pecado incluso la inocencia... y llevas toda la razón. Todo es pecado, lo distinto nos da miedo y nos agobia, se imponen la conformidad y las costumbres. Tememos algo por el solo hecho de estar hecho de una manera que no comprendemos como natural y eso nos hace a nosotros innaturales. Cuando aprendamos a aceptar las cosas como naturales nos empezaremos a aceptar a nosotros mismos.
ResponderEliminarAcabo de quedar mudo... Oleeeeeeeeeeeee
ResponderEliminarMe encanto el relato a pesar de su crueldad.
Tienes duende.
Besos almendrados ;)
Vaya, gracias a los tres por vuestros comentarios y por el tiempo que dedicasteis a pasearos por mis palabras.
ResponderEliminarY si, es triste y cruel, pero lo peor es que "es".
Bienvenidos y un saludo!!