sábado, 3 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 3


        Daniela comió sola. Con una nota guardada con celo en su bolsillo derechoç. Si alguien se hubiese cruzado cinco minutos después con ella y le hubiese preguntado por lo que había comido, Daniela no le hubiese sabido responder, y si esa misma persona le hubiese preguntado que si lo había hecho sola, ella se habría echado la mano al bolsillo derecho instintivamente, mientras negaba con la cabeza.

   Después de comer en aquel restaurante vacío, había quedado con sus amigas. Iban a echar uno de esos cafés cuyo tema de conversación ya estaba escogido de antemano: La boda de una de ellas. Compartirían las dudas y emociones del día previo al gran momento, hablarían de la excesiva despedida de solteras que celebraron el fin de semana pasado, comentarían los vestidos que llevarían al día siguiente, se quejarían del dolor que les provocarían los zapatos y terminarían con bromas sobre casadas y bodas frustradas...
    Fue a la cafetería donde habían quedado. Estaba allí media hora antes de lo previsto. Entró casi sin mirar a ningún sitio que no estuviese perdido en la lejanía y se sentó en una de las mesas del fondo. Daniela estaba abstraída sopesando la idea de contarle a sus amigas lo sucedido, nunca les había hablado de aquella aventura con el muro ocho mil y pico. Hasta ese momento tenía pensado no contarles nada. A fin de cuentas le sería imposible, tenía un nudo en la garganta y otro nudo aún más embrollado en las palabras que había leído. Al recordar las palabras, abrió los ojos y rebuscó en su bolsillo, tenía miedo de haber perdido la nota. La encontró donde la había dejado y aliviada, volvió a leerla:
  
   Te marchaste sin decir adiós. Sé que es una tontería... – Aquí Daniela se detuvo y sonrió. Recordaba haber encontrado la palabra “tontería” en uno de los cuentos sin tener mucho que ver con lo que allí se contaba. Se notaba el haberla metido a propósito. - ...pero si encuentras esto, podrás encontrarme en Mediodía, el treinta de cada mes al atardecer.

   Daniela volvió a guardar la nota en uno de los bolsillos de su chaqueta y pidió un café con leche, con hielo, con baylis y con dos azucarillos. El haber tenido que recitarle el pedido al camarero la sacó por un segundo de su abstracción y se fijó en aquel lugar: Era una cafetería un tanto rústica, todo hecho de madera, una chimenea al fondo, a su derecha. Las paredes estaban llenas de libros, juegos de mesa e instrumentos de música. En el techo colgaba un dulcémele y había una especie de mini vías de tren a lo largo de toda la barra. Las vías pasaban por la barra hasta acabar en los laterales del bar, luego surcaban toda la pared por una especie de anaquel tallado en madera oscura. A veces la vía pasaba por mitad de algunas de las mesas del lugar, pero la suya no era una de las afortunadas. Cuando vino el camarero y vio a Daniela siguiendo con la vista las vías del tren le explicó que por allí pasa un trenecito eléctrico que lleva los cafés a la gente que se sienta en alguna de esas mesas. Señaló algunas esparcidas por todo el espacio y luego explicó que aquel día el tren estaba averiado.

   – Es genial – Respondió Daniela maravillada. En el brillo de sus ojos no sólo se reflejaba la emoción de aquel lugar sino todas las emociones con las que se había tropezado aquel día.
   – Si, y no es por fardar, pero si algún día vuelve por aquí y el trenecito está arreglado, fíjese en los vagones, yo mismo los pinté – Los ojos profundamente marrones del camarero hablaban de orgullo, pero Daniela no los vio. Estaba volviendo a confirmar en el móvil que hoy, como si no lo supiese ya, era veintiocho de enero.

   No mucho tiempo después llegaron las amigas de Daniela. Se saludaron fervientemente, se dijeron lo guapas que estaban, preguntaron a Daniela si llevaba mucho tiempo esperando, tomaron un cortado, dos con leche y un Nestea. Como dije, la conversación ya estaba escrita antes de abordarla, aún así, aquella mesa derrochaba entusiasmo y alegría. Al no mucho tiempo después se levantaron de allí cada una con una invitación de boda personalizada. Lo normal era haberlas tenido mucho antes, y el caso es que las tenían. Pero esas eran personalizadas para cada una de las mejores amigas de Helena.
   Salieron de la cafetería y comenzaron a andar. Antes de perderla de vista, Daniela se detuvo un momento quedándose rezagada, y volvió a confirmar, como hiciera antes, el letrero de la cafetería: tallado en gruesa madera y en total armonía con la fachada, rezaba: “Mediodía”

   Luego volvió a mirar la invitación de boda, como si no supiera de memoria lo que ponía justo después del nombre de Helena, estaba escrito el de su prometido: “Pedro Tornay”. Daniela suspiró intentando deshacerse del nudo que le atenazaba su interior. «Pedro Tornay encaja perfectamente con las iniciales P.T.» recordó desconsolada.
  
   Alivió y alcanzó a sus amigas. Eran cinco, pero Daniela caminaba sola. 



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