lunes, 5 de noviembre de 2012

GATOS DE TIZA. Capítulo 4



   A las doce horas, cuarenta y seis minutos y doce segundos del día veintinueve de enero de dos mil doce, un abejorro azul de la madera, de la familia de los Apidae, revoloteaba en la entrada de la Iglesia de San Francisco de Asís esquivando los granos de arroz que en ese mismo momento lanzaban los familiares y amigos de los recién casados: Helena y Pedro Tornay. A la misma hora, en uno de los confesionarios, el padre Andrés escuchaba con una mordaz sonrisa el desliz que el panadero de su mismo barrio había tenido con la profesora de inglés. La cual, no muy lejos de allí y en ese preciso instante tenía un orgasmo provocado por el señor Idelfonso de la Cruz, zapatero de profesión e infiel de afición.

   Justo un segundo después, cuando el abejorro era golpeado por un grano de arroz, los novios se besaban, el sacerdote perdonaba los pecados del panadero y la señorita de inglés, desnuda y sudada, volvía a arrepentirse de lo que había hecho... Daniela arrugaba una invitación de boda y resoplaba; y lo hacía por qué ya había decidido lo que haría seis horas después.

   Seis horas después, cuando la boda ya había pasado al salón de baile y los novios estaban saludando a cada uno de los presentes, haciendo tiempo para el último baile, Pedro se acercó a saludar a Daniela. Ese era el momento, a pesar de lo forzado de la situación, ella llevaba varios años esperando, y no estaba dispuesta a esperar ni un segundo más. Recordaba haberse perdido tantas veces en ese laberinto de recuerdos de imágenes, dibujos y líneas pintadas en un muro, intentando imaginar al niño que un dio la intrigó, que le parecía imposible estar ahora frente a él. Después de haber encajado las piezas del puzle que se le había dejado oculto, le fastidiaba que fuera ese fanfarrón y egoísta recién casado el autor de algo que ella recordaba tan bello... Cómo podía ser que aquella persona que tan mal le caía fuera el niño que un día la hizo llorar a ella y a las nubes, dentro y fuera de un coche.

   - Pedrito, Pedrito... enhorabuena – Le dio dos besos. Su corazón estaba acelerado pero bien disimulado. No era la primera vez que lo veía, ya había sido víctima de su, no muy grata compañía, en otras ocasiones.

   - Gracias, Daniel, - La llamaba así, sabía que le molestaba y eso parece que le hacía feliz – ves, te dije que al final engañaría a alguna. – Le sonrío con esa sonrisa tan ensayada, esa sonrisa que era tan fea como ver a alguien morderse las uñas de los pies.

   - Si, bueno... tú siempre consigues lo que te propones, ¿no es eso lo que siempre dices?

   - ¿Hueles eso? – Hizo un gesto como si olfateara a su alrededor, lo cual sonrojó a Daniela al creer que se refería a ella. – ¿Huele a sarcasmo? o se me figura a mí...

   - Dios mío que tonto eres a veces. – Daniela no sabía cómo decirle que era ella la chica con la que hablaba cuando era pequeño, aún ni estaba segura que fuera él (esa era la esperanza que albergaba). Se le vinieron a la mente todos los dibujos a través de los cuales se comunicaban. Recordó en un instante aquella sensación, de niña, que sentía al ver esas líneas cruzándose con la suya. Daniela se había sentido por aquel entonces como una estrella que alumbraba sola el firmamento, y al ver aquellos dibujos fue como si empezaran a iluminarse otras estrellas a su alrededor y le ayudaran a adornar el cielo.
Pedro la sacó de su ensimismamiento diciendo:

   - ¿Sólo a veces? – Volvía a estropear aquel salón de baile con su sonrisa.

   - Siéntate Pedro, voy a contarte algo importante.

   Él se sentó y cuchicheó:

   - Si me vas a decir que te has enamorado de mí.... siento decirte que llegas tarde – y vuelta a ensuciar el panorama con esa sonrisa que Daniela no sabía cómo Helena era capaz de soportar.

   - Va, no digas tonterías – Optó por la vía más discreta y dijo: - ¿Te suena de algo “Gatos de tiza”? – Los ojos como platos de Daniela esperando la respuesta estaban tan abiertos como lo estuvieron hace años mirando el muro ocho mil ciento noventa y dos.

   - ¡Claro que me suena!

   Daniela dijo un:

   - Aham... – Su mente soltó un “¡¡mierda!!” y su corazón hizo un “¡¡Crack!!”.

   - Yo soy un experto en Gatos de Tiza, es más, estás delante del actual campeón – sonrió. Daniela ya no reparaba en esa cosa tan fea que le colgaba a Pedro de la cara.

   - ¿A qué te refieres?

   - Al juego de mesa al que se juega en la cafetería Mediodía todos los meses, creo que el veintinueve o treinta de cada mes – Frunció el ceño - ¿A qué te referías tú? – Daniela recordó haber visto varios juegos de mesa en la cafetería, eran juegos que se les ofrecía a los clientes, dependiendo del día del mes se jugaba a uno distinto.

   Ella dijo:

   - A nada... – Pero su mente dijo “¡¡Yeah!!” y su corazón dio un suspiro de alivio.
Daniela se levantó sin decir más, sacó el móvil de ese bolsito tan mono que iba a juego con el vestido verde palabra de honor que llevaba y vio que hoy era veintinueve de enero. Como si no lo supiera ya. Luego ató cabos: Pedro no era el misterioso amigo de su infancia. Resulta que su amigo le había citado a ella en una cafetería donde cada día treinta se ofrecía a sus clientes un juego de mesa con su nombre... esa era la clave, tendría que ir allí al día siguiente y ver cuál sería la próxima pista. Se sentía como la detective que nunca fue, casi se le escapa un “elemental, querido Pedro...”, pero como habría mentido con lo de “querido”, no dijo nada. Luego se giró hacia donde había dejado a Pedro con la palabra en la boca y le preguntó:

   - Pedrito, dime: ¿cómo se juega a Gatos de tiza?

   - Pues es muy fácil, es como una especie de ajedrez cuyas piezas son tizas. Se juega por parejas, uno hace de gatos y otro de perros. De ahí el nombre.

   - ¿Perros?, ¿Perros de tiza? – Pedro asintió con la cabeza. Daniela lo veía ahora claro: P.T. significaba perros de tiza, ese fue el primer dibujo que su enigmático amigo dejó en el muro, ¿cómo había estado tan ciega?
En ese momento volvió a sentir aquellas luces del firmamento que la ayudaban a iluminar el cielo cuando nadie lo miraba. Daniela se fue y, tras de sí, Pedro le dijo:

   - Oye Daniel – volvió a estropear el paisaje sonriendo – ¿Nos llevarás mañana al aeropuerto a mí y a Helena? nuestro avión saldrá a las ocho de la tarde.

   - ¿Al atardecer?, no podré, mañana tengo planes – Se fue y antes de irse dijo algo que habría creído no tener que decir nunca y luego algo que debió haber dicho hace mucho:
  
   - Gracias y... Pedrito...

   - ¿Si?

   - Tápate esa sonrisa tan fea por favor




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