Él tenía los ojos marrones y la mirada del color de una
mañana nublada. Era la primera vez en sus once años de edad que Iván tendría
que pasar la noche fuera de casa. Había salido cuando apenas había oscurecido y
aún seguía caminando por una de esas aceras rojas y blancas. Jugaba a pisar sólo
las aceras blancas y luego a sólo pisar las rojas. Volvía al 3ºC, del piso
donde vivía, cuando al acercarse a su puerta, escuchó de nuevo esa amalgama de
gritos, súplicas y amenazas. Entonces se dio la vuelta y alargó su paseo por
entre las calles de su barrio.
Aquella noche y
tras varios intentos de volver a un hogar que estuviese tranquilo, Iván terminó
por dormir con la espalda apoyada en la fachada trasera de su edificio, como si
cargara sobre ella los desaciertos de todos los que vivían en sus seis bloques
llenos de problemas. La cabeza entre las rodillas y las lágrimas donde nadie
las viese.
Iván pasó frío,
mucho frío. Se levantó con los primeros rayos de sol. A su derecha un bidón de
la basura que ya, ningún camión se acercaba a recoger, a su izquierda unos
arbustos sin flores, en frente un solar vació y detrás: su único hogar. Tenía
los músculos entumecidos y le costó empezar a andar, cuando consiguió entrar en
calor y empezó a subir las escaleras para ir a casa, deseó que él ya no
estuviera.
No estaba, ni
aquella ni la siguiente, ni las más de doscientas mañanas que tardó en volver.
Cuando volvió lo hizo cargado de promesas huecas y alcohol en lugar de aliento.
Sus bonitas palabras se convertían en avisos de golpes y su olor, en una triste
sensación de soledad. Entonces Iván pasó la segunda noche fuera de casa. Tenía
ya doce años. Pensó en enfrentarse a la situación pero solo consiguió convertir
en puños apretados lo que antes eran manos. Pensó en llamar a alguien y pedir
ayuda, pero solo consiguió apretar los dientes donde antes solo se veían
sonrisas.
Volvió a pasar
frío, volvió a hacerse eterno el paseo de la Luna por el firmamento y al igual
que ya hiciera una vez: volvió a despertarse con los primeros rayos de Sol.
Al volver al
tercer piso, él ya no estaba.
Tenía Iván
catorce años cuando su padre volvió al hogar. La ingenuidad y vanas esperanzas
que su madre tenía depositadas en que su marido cambiase, y volviese con más
caricias que golpes, hacían que le dejase pasar, luego, después de un rato y
unas cuantos grados de alcohol más, todo cambiaba y la madre de Iván, así como
la intención de proteger a su hijo, le hacían convencer al pequeño para que
saliera, para luego cerrar la puerta con mil pestillos y que fuera ella, y sólo
ella, quien recibiera el castigo, los golpes y las amenazas... otra vez.
La tercera noche
que pasó fuera, Iván decidió caminar hasta el centro de la ciudad. Quedaba a
casi media hora andando desde su barrio, aunque esa noche la distancia no la
mediría en minutos. La Catedral donde hizo hablar al “Arremangado” estaba,
pues, a doce lágrimas y seis sollozos de donde Iván vivía.
El Arremangado
era un mendigo que solía pedir en una de las calles más transitadas de la
ciudad, cerca de la Catedral. Pedía con la espalda apoyada sobre la antigua roca
de la misma, como si cargase sobre ella toda la santidad y la majestuosidad de
aquel edificio. Le llamaban el Arremangado porque siempre llevaba las mangas y
las perneras arremangadas hasta los codos y las rodillas. Solía regalar
melodías tocadas con su armónica, sentado sobre tres finas y alargadas losas de
pizarra, que a medida que iba pasando el día, iba utilizando para enmarcar
alguna de las frases que se le ocurriesen. Esa noche estaba sentado sobre dos
de las losas y tenía una, erguida y apoyada sobre la catedral, en la que ponía:
“Esta noche será eterna”.
Iván ya lo
conocía, Iván y todo la ciudad, pues el Arremangado era un personaje
emblemático, parecía que llevara allí más años que la Catedral y nadie podía
pensar, hablar o visitar la catedral sin tenerlo en cuenta. Sus frases siempre
despertaron el interés de los que pasaban por su lado, desde turistas que lo
atiborraban a fotos, hasta artistas locales, y no tan locales, que lo
atiborraban a invitaciones de caladas de cigarros de la risa que él rechazaba.
Al Arremangado sólo le hacía falta una estatua o ver su nombre puesto en una de
las calles para ser parte de la ciudad, pues hasta aparecía en la foto de la
Catedral que se vendía en las postales.
Él siempre odió
todo esa parafernalia y no le gustaba la catedral, por eso se sentaba dándole
la espalda, era desde allí desde el único lugar donde no se veía sus altos
campanarios, pero eso nunca lo dijo... ni eso, ni casi nada. A penas hablaba,
ya lo hacían por él sus tizas y su armónica. Quien escuchara y leyera con atención,
sabría cómo se sentía.
- Hola – Dijo Iván. Se había sentado cerca del viejo
arremangado mientras éste empezaba a tocar Strangers in the night. No
respondió.
Iván echó un
vistazo a la losa de pizarra y resopló. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula
apretada. Pasaron casi cuarenta y cinco minutos hasta que volvió a abrir la
boca.
- Mi profesor de lengua dice que era usted un famoso
escritor – No hubo reacción alguna – Cuando se lo conté a mi madre, ella me
dijo que tal vez no lo haya sido, pero sí que tiene madera para serlo. – Iván
miro al viejo y no vio ni un solo gesto que no fuera el de expirar o inspirar
aire a través de su fiel armónica. Observó la larga y dejada barba castaña que
le cubría la cara y por donde se perdía su instrumento. Sus ojos cerrados,
sintiendo la melodía. El pelo largo y ondulado le caía tapándole las orejas.
Llevaba unos guantes recortados por la yema de los dedos. Huelga decir que
estaba arremangado. Tenía un deshilachado sombrero gris en el suelo, bocabajo y
con tan solo unas monedas, pues a medida que se iba llenando, él las recogía y
se las guardaba, dejando ver, siempre, no más de dos euros. Estaba sentado
sobre las dos losas de pizarra y a su derecha tenía una cajita de madera con un
puñado de tizas de colores y la funda de cuero de su armónica.
- Yo creo que es usted un maestro.
La melodía se
detuvo. El arremangado lo miró y le preguntó:
- ¿Por qué crees eso? – Su voz parecía sacada de un blues
con olor a madera. Después de hacer la pregunta, siguió tocando como si nunca
hubiese articulado palabra alguna.
Iván estaba
sorprendido, el que el Arremangado le hubiese dirigido la palabra era como
haber ganado una pequeña batalla, como si hubiese hecho hablar a uno de esos
guardias reales británicos que había visto en más de una película y a los que
nada les hacía inmutarse. Contestó rápido:
- Porque tiene una pizarra – Miró a la calle por donde
varias personas, al pasar, posaban su mirada en la frase del Arremangado. – Tiene
alumnos... – miró a los no más de dos euros que había en el sombrero - ... y
cobra por ello.
El viejo siguió
derramando notas en aquella noche eterna durante unos minutos más, luego bajó
la armónica, suspiró, miró al cielo, sonrió, aunque nadie viera su sonrisa
escondida entre tanta barba; miró a Iván y le preguntó:
- ¿Qué crees que enseño?- Sus ojos eran del color de las
almendras que nadie se come, y su voz, ahora más suave y menos indiferente,
seguía siendo del tono de un blues de madera.
- Esa es una pregunta trampa – El Arremangado le miraba
sin ni siquiera pestañear. – Si hubiese que enseñar algo para ser un maestro,
mi colegio estaría lleno de impostores. – El Arremangado soltó una risita y luego
añadió:
- Entonces... ¿soy un impostor o un maestro que no sabes qué enseña?
- No sé casi nada de lo que debería saber. Aunque sí sé
lo que no es usted... no son las “pintas” lo que le faltan, pero no creo que
sea un impostor. – El anciano no respondió, sólo respiró hondo y siguió
tocando, como quien ha nacido con un armónica en las manos. Tocó algo suave e
improvisado.
Pasaría media
hora más mientras que Iván pensara una respuesta. En todo ese tiempo, barajó la
posibilidad de volver a casa, la de pedir ayuda, la de ir en busca de un
policía e incluso la de coger una de esas losas de pizarra del Arremangado y
utilizarla como escudo y arma al mismo tiempo. Escudo para proteger el rosado
de las mejillas de su madre, que a estas horas ya sería morado. Y arma para
atizar el embelesamiento de su padre, que a estas horas parecería otro.
La impotencia,
la frustración y el miedo le obligaron a permanecer callado y quieto. Sabía con
certeza como acababa esa historia. De pequeño la vivió más de una vez, y sólo
bastó recibir una bofetada, casi por accidente, para que su madre se encargara
de que él no estuviese en casa cada una de las próximas veces que fuese el
alcohol quien llevase los pantalones.
Alejó esos
pensamientos de su cabeza, aunque no pudo hacer lo mismo en su corazón. Siguió
pensando en que podría decirle al Arremangado para arrancarle unas cuantas
palabras más. Terminó por encontrar un resquicio de lucidez y dijo:
- No enseñas, muestras.
No hubo
respuesta, así que siguió.
- Enseñar es cuando te entienden. Pero fíjate en la cara
de quienes te leen, te escuchan o ven como vas vestido – Señaló indiscriminadamente
a todo alma que pasaba por allí en ese momento – Nadie parece entenderte, como
mucho les consigues dar lástima a algunos y te echan unas monedas.
Seguía la
melodía improvisado del anciano sin detenerse ni alterarse, pero Iván tenía la
convicción de estar acertando, así que siguió con su razonamiento:
-Aún así estás aquí todos los días, mostrando tu música y
tus palabras. Eres como una especie de espejo... y ellos – Hizo un círculo
intentando encerrar con él a toda la calle y siguió: - Ellos son como ciegos
que no ven ni su reflejo... o a lo mejor les ocurre como a mi hámster, que
cuando ve su reflejo se asusta. Tal vez sea eso por lo que te echan dinero,
porque te tienen miedo. No sé...
El Arremangado
se alejó de nuevo la armónica de sus labios, como si se alejase una parte de su
cuerpo, y dijo:
- ¿Y si fuese yo el ciego, de qué estaría ciego?
- ¿De los bolsillos? – Respondió y preguntó Iván sin
darle tiempo al anciano a retomar la melodía. Además le habría sido imposible
seguir tocando, pues rompió a reír al escuchar al pequeño.
- Eso ha sido muy original por tu parte hijo – Esa
palabra, “hijo”, dicha por alguien como él, le hizo sentir raramente confortado–
Toma, coge una de las tizas. – Le alargó la cajita – ¿me harías el favor de
escribir eso que dijiste en esta pizarra? – El Arremangado se levantó y cogió
una de las losas sobre las que se sentaba y se la acercó.
Iván escribió, hilando con la otra frase que ya estuviera escrita: “Noche de bolsillos ciegos”. Luego la apoyó cerca de la primera losa y se volvió a sentar donde estaba con una sonrisa en los labios. Fue a echar la tiza a la cajita cuando el anciano le pidió que se la quedase.
Hubo un momento
de silencio, esta vez era el silencio de la victoria. Iván no sólo le había
hecho hablar, sino que también le había hecho reír y había escrito una frase en
una de sus losas. Se sentía orgulloso consigo mismo, por un momento consiguió
alejar la tensión de sus mandíbulas y había vuelto a encontrar la curvatura de
sus labios.
Pasó casi otra
hora más de llana conversación, o más bien, de un monólogo de Iván con un par
de intervenciones del anciano, cuando éste sacó de detrás de las losas: una
mantita y un minúsculo cojín de color gris, y dijo:
-Pequeño, es muy tarde, deberías de irte a casa y dejar
descansar a este viejo chocho. – Sacudió la manta dando a ver su ridícula
extensión. Apiló de nuevo las losas y colocó encima de ellas el pequeño cojín
gris. Se amoldó a la dura piedra del suelo y a su pétrea almohada de pizarra,
se hizo un ovillo y consiguió taparse con la mantita. Incluso para dormir no se
bajaba las mangas.
Iván no quería
confesar que hoy él también dormiría con el firmamento como techo, el
Arremangado era, aunque mendigo y aparentemente “impostor”, una de las personas
que tenía en muy alta estima, y no quería que supiera la verdad. Así que se
levantó, estiró las piernas y los brazos, le dio las buenas noches al anciano,
y se marchó por el lado opuesto por donde había venido.
Iba jugando con
la tiza, lanzándola y volviendo a cogerla. Hoy decidió que dormiría lo más
lejos posible de las palizas. La Luna tenía forma de sonrisa en el cielo, como
si sonriera, o como si estuviese triste, según se mirase.
Poco después Iván
y sus catorce años de edad estaban cansados de andar. Además, llevaba bastante
tiempo andando con un muro a su derecha al que no veía a lo lejos el fin. Tenía
pensado intentar dormir al otro lado, el viento fresco de la noche daría de
lleno en la pared y le resguardaría de su aspereza.
Estaba
intentando localizar algo que le ayudara a saltarlo. Encontró una papelera
cerca del muro, con ella podría apoyarse, engancharse del resquicio del muro y
saltarlo. Se guardó la tiza en el bolsillo y al trepar, se le cayó al suelo. Se
dio cuenta de que cayó, pero él ya estaba subido al borde del muro y pensó que
con lo que le había costado, la dejaría allí y la cogería al día siguiente.
Encantado de leerte... Encantado de que me leas...
ResponderEliminarAbrazos varios.