domingo, 11 de noviembre de 2012

PERROS DE TIZA. CAPÍTULO 6


Él tenía los ojos marrones y la mirada del color de una mañana nublada. Era la primera vez en sus once años de edad que Iván tendría que pasar la noche fuera de casa. Había salido cuando apenas había oscurecido y aún seguía caminando por una de esas aceras rojas y blancas. Jugaba a pisar sólo las aceras blancas y luego a sólo pisar las rojas. Volvía al 3ºC, del piso donde vivía, cuando al acercarse a su puerta, escuchó de nuevo esa amalgama de gritos, súplicas y amenazas. Entonces se dio la vuelta y alargó su paseo por entre las calles de su barrio.

   Aquella noche y tras varios intentos de volver a un hogar que estuviese tranquilo, Iván terminó por dormir con la espalda apoyada en la fachada trasera de su edificio, como si cargara sobre ella los desaciertos de todos los que vivían en sus seis bloques llenos de problemas. La cabeza entre las rodillas y las lágrimas donde nadie las viese.
   Iván pasó frío, mucho frío. Se levantó con los primeros rayos de sol. A su derecha un bidón de la basura que ya, ningún camión se acercaba a recoger, a su izquierda unos arbustos sin flores, en frente un solar vació y detrás: su único hogar. Tenía los músculos entumecidos y le costó empezar a andar, cuando consiguió entrar en calor y empezó a subir las escaleras para ir a casa, deseó que él ya no estuviera.

   No estaba, ni aquella ni la siguiente, ni las más de doscientas mañanas que tardó en volver. Cuando volvió lo hizo cargado de promesas huecas y alcohol en lugar de aliento. Sus bonitas palabras se convertían en avisos de golpes y su olor, en una triste sensación de soledad. Entonces Iván pasó la segunda noche fuera de casa. Tenía ya doce años. Pensó en enfrentarse a la situación pero solo consiguió convertir en puños apretados lo que antes eran manos. Pensó en llamar a alguien y pedir ayuda, pero solo consiguió apretar los dientes donde antes solo se veían sonrisas.

   Volvió a pasar frío, volvió a hacerse eterno el paseo de la Luna por el firmamento y al igual que ya hiciera una vez: volvió a despertarse con los primeros rayos de Sol.
   Al volver al tercer piso, él ya no estaba.

   Tenía Iván catorce años cuando su padre volvió al hogar. La ingenuidad y vanas esperanzas que su madre tenía depositadas en que su marido cambiase, y volviese con más caricias que golpes, hacían que le dejase pasar, luego, después de un rato y unas cuantos grados de alcohol más, todo cambiaba y la madre de Iván, así como la intención de proteger a su hijo, le hacían convencer al pequeño para que saliera, para luego cerrar la puerta con mil pestillos y que fuera ella, y sólo ella, quien recibiera el castigo, los golpes y las amenazas... otra vez.
  
   La tercera noche que pasó fuera, Iván decidió caminar hasta el centro de la ciudad. Quedaba a casi media hora andando desde su barrio, aunque esa noche la distancia no la mediría en minutos. La Catedral donde hizo hablar al “Arremangado” estaba, pues, a doce lágrimas y seis sollozos de donde Iván vivía.

   El Arremangado era un mendigo que solía pedir en una de las calles más transitadas de la ciudad, cerca de la Catedral. Pedía con la espalda apoyada sobre la antigua roca de la misma, como si cargase sobre ella toda la santidad y la majestuosidad de aquel edificio. Le llamaban el Arremangado porque siempre llevaba las mangas y las perneras arremangadas hasta los codos y las rodillas. Solía regalar melodías tocadas con su armónica, sentado sobre tres finas y alargadas losas de pizarra, que a medida que iba pasando el día, iba utilizando para enmarcar alguna de las frases que se le ocurriesen. Esa noche estaba sentado sobre dos de las losas y tenía una, erguida y apoyada sobre la catedral, en la que ponía: “Esta noche será eterna”. 

   Iván ya lo conocía, Iván y todo la ciudad, pues el Arremangado era un personaje emblemático, parecía que llevara allí más años que la Catedral y nadie podía pensar, hablar o visitar la catedral sin tenerlo en cuenta. Sus frases siempre despertaron el interés de los que pasaban por su lado, desde turistas que lo atiborraban a fotos, hasta artistas locales, y no tan locales, que lo atiborraban a invitaciones de caladas de cigarros de la risa que él rechazaba. Al Arremangado sólo le hacía falta una estatua o ver su nombre puesto en una de las calles para ser parte de la ciudad, pues hasta aparecía en la foto de la Catedral que se vendía en las postales.

   Él siempre odió todo esa parafernalia y no le gustaba la catedral, por eso se sentaba dándole la espalda, era desde allí desde el único lugar donde no se veía sus altos campanarios, pero eso nunca lo dijo... ni eso, ni casi nada. A penas hablaba, ya lo hacían por él sus tizas y su armónica. Quien escuchara y leyera con atención, sabría cómo se sentía.

- Hola – Dijo Iván. Se había sentado cerca del viejo arremangado mientras éste empezaba a tocar Strangers in the night. No respondió.
   Iván echó un vistazo a la losa de pizarra y resopló. Tenía los ojos vidriosos y la mandíbula apretada. Pasaron casi cuarenta y cinco minutos hasta que volvió a abrir la boca.
- Mi profesor de lengua dice que era usted un famoso escritor – No hubo reacción alguna – Cuando se lo conté a mi madre, ella me dijo que tal vez no lo haya sido, pero sí que tiene madera para serlo. – Iván miro al viejo y no vio ni un solo gesto que no fuera el de expirar o inspirar aire a través de su fiel armónica. Observó la larga y dejada barba castaña que le cubría la cara y por donde se perdía su instrumento. Sus ojos cerrados, sintiendo la melodía. El pelo largo y ondulado le caía tapándole las orejas. Llevaba unos guantes recortados por la yema de los dedos. Huelga decir que estaba arremangado. Tenía un deshilachado sombrero gris en el suelo, bocabajo y con tan solo unas monedas, pues a medida que se iba llenando, él las recogía y se las guardaba, dejando ver, siempre, no más de dos euros. Estaba sentado sobre las dos losas de pizarra y a su derecha tenía una cajita de madera con un puñado de tizas de colores y la funda de cuero de su armónica.
  
- Yo creo que es usted un maestro.
   La melodía se detuvo. El arremangado lo miró y le preguntó:
- ¿Por qué crees eso? – Su voz parecía sacada de un blues con olor a madera. Después de hacer la pregunta, siguió tocando como si nunca hubiese articulado palabra alguna.
   Iván estaba sorprendido, el que el Arremangado le hubiese dirigido la palabra era como haber ganado una pequeña batalla, como si hubiese hecho hablar a uno de esos guardias reales británicos que había visto en más de una película y a los que nada les hacía inmutarse. Contestó rápido:
- Porque tiene una pizarra – Miró a la calle por donde varias personas, al pasar, posaban su mirada en la frase del Arremangado. – Tiene alumnos... – miró a los no más de dos euros que había en el sombrero - ... y cobra por ello.
  
   El viejo siguió derramando notas en aquella noche eterna durante unos minutos más, luego bajó la armónica, suspiró, miró al cielo, sonrió, aunque nadie viera su sonrisa escondida entre tanta barba; miró a Iván y le preguntó:

- ¿Qué crees que enseño?- Sus ojos eran del color de las almendras que nadie se come, y su voz, ahora más suave y menos indiferente, seguía siendo del tono de un blues de madera.
- Esa es una pregunta trampa – El Arremangado le miraba sin ni siquiera pestañear. – Si hubiese que enseñar algo para ser un maestro, mi colegio estaría lleno de impostores. – El Arremangado soltó una risita y luego añadió:
- Entonces... ¿soy un impostor o un maestro que no sabes qué enseña?
- No sé casi nada de lo que debería saber. Aunque sí sé lo que no es usted... no son las “pintas” lo que le faltan, pero no creo que sea un impostor. – El anciano no respondió, sólo respiró hondo y siguió tocando, como quien ha nacido con un armónica en las manos. Tocó algo suave e improvisado.

   Pasaría media hora más mientras que Iván pensara una respuesta. En todo ese tiempo, barajó la posibilidad de volver a casa, la de pedir ayuda, la de ir en busca de un policía e incluso la de coger una de esas losas de pizarra del Arremangado y utilizarla como escudo y arma al mismo tiempo. Escudo para proteger el rosado de las mejillas de su madre, que a estas horas ya sería morado. Y arma para atizar el embelesamiento de su padre, que a estas horas parecería otro.

   La impotencia, la frustración y el miedo le obligaron a permanecer callado y quieto. Sabía con certeza como acababa esa historia. De pequeño la vivió más de una vez, y sólo bastó recibir una bofetada, casi por accidente, para que su madre se encargara de que él no estuviese en casa cada una de las próximas veces que fuese el alcohol quien llevase los pantalones.

   Alejó esos pensamientos de su cabeza, aunque no pudo hacer lo mismo en su corazón. Siguió pensando en que podría decirle al Arremangado para arrancarle unas cuantas palabras más. Terminó por encontrar un resquicio de lucidez y dijo:

- No enseñas, muestras.
  No hubo respuesta, así que siguió.
- Enseñar es cuando te entienden. Pero fíjate en la cara de quienes te leen, te escuchan o ven como vas vestido – Señaló indiscriminadamente a todo alma que pasaba por allí en ese momento – Nadie parece entenderte, como mucho les consigues dar lástima a algunos y te echan unas monedas.

   Seguía la melodía improvisado del anciano sin detenerse ni alterarse, pero Iván tenía la convicción de estar acertando, así que siguió con su razonamiento:
-Aún así estás aquí todos los días, mostrando tu música y tus palabras. Eres como una especie de espejo... y ellos – Hizo un círculo intentando encerrar con él a toda la calle y siguió: - Ellos son como ciegos que no ven ni su reflejo... o a lo mejor les ocurre como a mi hámster, que cuando ve su reflejo se asusta. Tal vez sea eso por lo que te echan dinero, porque te tienen miedo. No sé...
  
   El Arremangado se alejó de nuevo la armónica de sus labios, como si se alejase una parte de su cuerpo, y dijo:
- ¿Y si fuese yo el ciego, de qué estaría ciego?
- ¿De los bolsillos? – Respondió y preguntó Iván sin darle tiempo al anciano a retomar la melodía. Además le habría sido imposible seguir tocando, pues rompió a reír al escuchar al pequeño.
- Eso ha sido muy original por tu parte hijo – Esa palabra, “hijo”, dicha por alguien como él, le hizo sentir raramente confortado– Toma, coge una de las tizas. – Le alargó la cajita – ¿me harías el favor de escribir eso que dijiste en esta pizarra? – El Arremangado se levantó y cogió una de las losas sobre las que se sentaba y se la acercó.

   Iván escribió, hilando con la otra frase que ya estuviera escrita: “Noche de bolsillos ciegos”. Luego la apoyó cerca de la primera losa y se volvió a sentar donde estaba con una sonrisa en los labios. Fue a echar la tiza a la cajita cuando el anciano le pidió que se la quedase.

   Hubo un momento de silencio, esta vez era el silencio de la victoria. Iván no sólo le había hecho hablar, sino que también le había hecho reír y había escrito una frase en una de sus losas. Se sentía orgulloso consigo mismo, por un momento consiguió alejar la tensión de sus mandíbulas y había vuelto a encontrar la curvatura de sus labios.

   Pasó casi otra hora más de llana conversación, o más bien, de un monólogo de Iván con un par de intervenciones del anciano, cuando éste sacó de detrás de las losas: una mantita y un minúsculo cojín de color gris, y dijo:
-Pequeño, es muy tarde, deberías de irte a casa y dejar descansar a este viejo chocho. – Sacudió la manta dando a ver su ridícula extensión. Apiló de nuevo las losas y colocó encima de ellas el pequeño cojín gris. Se amoldó a la dura piedra del suelo y a su pétrea almohada de pizarra, se hizo un ovillo y consiguió taparse con la mantita. Incluso para dormir no se bajaba las mangas.

   Iván no quería confesar que hoy él también dormiría con el firmamento como techo, el Arremangado era, aunque mendigo y aparentemente “impostor”, una de las personas que tenía en muy alta estima, y no quería que supiera la verdad. Así que se levantó, estiró las piernas y los brazos, le dio las buenas noches al anciano, y se marchó por el lado opuesto por donde había venido.

   Iba jugando con la tiza, lanzándola y volviendo a cogerla. Hoy decidió que dormiría lo más lejos posible de las palizas. La Luna tenía forma de sonrisa en el cielo, como si sonriera, o como si estuviese triste, según se mirase.
  
  Poco después Iván y sus catorce años de edad estaban cansados de andar. Además, llevaba bastante tiempo andando con un muro a su derecha al que no veía a lo lejos el fin. Tenía pensado intentar dormir al otro lado, el viento fresco de la noche daría de lleno en la pared y le resguardaría de su aspereza.

   Estaba intentando localizar algo que le ayudara a saltarlo. Encontró una papelera cerca del muro, con ella podría apoyarse, engancharse del resquicio del muro y saltarlo. Se guardó la tiza en el bolsillo y al trepar, se le cayó al suelo. Se dio cuenta de que cayó, pero él ya estaba subido al borde del muro y pensó que con lo que le había costado, la dejaría allí y la cogería al día siguiente.

   Iván durmió justo al otro lado, con la espalda apoyada en el muro, como si cargase sobre ella todo el gris de su fachada. La cabeza entre las rodillas y las lágrimas donde nadie las viese.




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